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01 septiembre 2010

Crónicas Tanzanas VI: Maziwe o la isla de Simbad.



Tierra a la vista.

Recuerdo que cuando era niño cayó en mis manos un libro de relatos infantiles del que solo tengo un vago, vaguísimo recuerdo. En aquel ejemplar aparecía una ilustración que a pesar de las décadas transcurridas, aún conservo perfectamente en la memoria. Este dibujo consistía en una caricatura de un hombre con aspecto juvenil y rostro de pánico, de pie sobre una pequeña superficie lisa, que flotaba en el mar.


El cuento era "Simbad el marino" y aquella cara de terror se debía al descubrimiento, que según cuenta el famoso libro de las mil y una noches, hizo su protagonista, al darse cuenta de que la superficie sobre la que permanecía no era una isla como él pensaba, sino el lomo de una ballena.

¿Será un espejismo?



¿Quién iba a pensar que aquella fantástica historia podría ocurrir (o casi) en la realidad?

La isla de Maziwe, frente a las costas de Pangani, es lo más parecido a la ballena de Simbad, o visto de otra manera menos romántica, la isla desierta por antonomasia.

Efectivamente, dos veces por día, cuando la marea desciende, una superficie blanca aparece en el horizonte, y una isla mágica y reluciente emerge en medio del océano. Como en el lomo de la ballena, en este trocito de tierra no hay nada, solo arena blanca, blanquísima, numerosas conchas y algunos restos de coral. El sol inunda todo y la claridad es cegadora, el baño en sus aguas turquesas es espectacular, y a pesar del calor, la sensación de estar en una maravilla de la naturaleza refresca la sensación de aislamiento y soledad de esta extraña y desierta lengua de arena.

Pangani city.
Para llegar hasta aquí nos embarcamos en el pequeño puerto de Pangani, la auténtica capital del coco. La ciudad conoció tiempos más boyantes cuando el comercio de esclavos era la actividad más rentable para los sultanes de Zanzibar. El río Pangani, del que la ciudad toma el nombre, (¿o será al revés?) desemboca en este lugar formando un estuario y un puerto natural, que servía de cabeza de puente para los barcos que navegaban entre el continente y las islas del Índico, donde la mercancía humana se subastaba en los mercados, para posteriormente ser revendida en ciudades árabes, asiáticas, europeas o americanas.

 En el muelle nos espera nuestro capitán, un auténtico lobo de mar, un chavalín de no más de 17 años, que nos llevará en su chalupa de madera cubierta por un toldo naranja, hasta nuestra famosa isla. Además del capitán hay otro tripulante que nos ayuda a subir a bordo por una tabla más estrecha que un palmo, mojada y escurridiza, mientras reparte sonrisas a diestro y siniestro a todos los que vamos embarcando.


Nada más sentarnos en el interior nos damos cuenta de que el barco es una auténtica patera, el fondo de madera está lleno de agujeros por los que el agua ha entrado formando un gran charco de agua negra en el que no nos atrevemos a meter los pies.

Puerto de Pangani.
Una vez acomodados zarpamos dejando atrás las enormes montoneras de cocos que se acumulan en los alrededores de los muelles, y nos vamos acercando a la desembocadura aprovechando la corriente del río, que nos lleva en un suave periplo hasta el mar abierto.

El trayecto hasta la isla dura una hora y media aproximadamente, pero a los diez minutos nuestro sonriente tripulante empieza a achicar agua del fondo con un cubo, por aquello de que no se note demasiado que el charco interior empieza a cubrir, no sea que nos fuéramos a preocupar un poco.

El día es magnífico pero la isla sigue sin verse. La proa apunta hacia el Este, y todos confiamos en el GPS interior que nuestro capitán sin duda ha de tener. Es una cuestión de fe. ¿Y si se han equivocado con el horario de la marea, y nuestra isla permanece aún hundida? No puede ser. Reconozco que algunas veces miro hacia los lados por si nos hemos "torcido" en el rumbo y nos estamos pasando de largo la isla. Supongo que serán las tonterías que piensa alguien que vive habitualmente a más de trescientos kilómetros de la costa más cercana.

El almirante.
Todas las dudas se esfuman cuando una línea blanca, borrosa y difuminada parece emerger muy lejos en el horizonte. Perfectamente podría ser un espejismo pero muy poco a poco la imagen se va clarificando. El asombro en la patera es general, y mientras nuestro amigo risueño continúa sacando cubos y cubos de agua, el resto del grupo nos frotamos los ojos para distinguir mejor aquella extraordinaria rareza.


Un rato después, nuestro capitán fondea junto a un arrecife muy cerca de "la costa", mientras nos ponemos gafas y aletas para echar un vistazo al fondo de las azules aguas de Maziwe. Los corales son de todas las formas posibles y los peces son multicolores, pero la corriente es fuerte y el susto mayúsculo cuando, al sacar la cabeza, un cagao en temas subacuáticos como el que esto escribe, se da cuenta de que el barco que hasta hacía un minuto se encontraba tan próximo, está ahora a más de cien metros de distancia. Como el miedo es libre y cada uno elige su camino me dirijo a tierra firme mientras el resto del grupo se deleita visitando los mundos de Nemo.

Al vuelo.

La blancura de la isla es tan intensa que apenas se pueden abrir los ojos. Algunos cangrejos se mueven por la orilla y tan solo las bandadas de pájaros rompen la monotonía. No hay absolutamente nada más que arena y conchas. Recojo también algunos trozos de coral rojo. De extremo a extremo no hay más de trescientos metros y el punto más alto sobresale a la altura de un primer piso. Desde allí puede verse que la forma de la isla se asemeja ligeramente a la de una media luna.

Nos damos un chapuzón todos juntos pero la marea empieza a subir y amenaza tormenta, es hora de abandonar aquel lugar. Volvemos todos a nuestro yate y mientras nos alejamos podemos ver como la isla empieza de nuevo a hundirse.

Un rato más tarde una gran sorpresa nos aguarda, una manada de delfines decide acompañarnos un tramo del camino de vuelta. Algunos de ellos hasta saltan fuera del agua haciendo piruetas, otros se acercan unas veces y se alejan otras, mientras el resto se sumerge para al momento volver a aparecer. Ya no se ve la isla. ¡Qué casualidad! Por un momento vuelvo a mi cuento de la infancia, y en medio del Océano Índico mezclo ballenas con delfines, sultanes con capitanes, pateras con galeones, a la vez que pienso que con toda seguridad, los cuentos y leyendas siempre tienen una base verdadera, y aquel lugar del que regresamos no podía ser otra cosa que la famosa isla de Simbad, y que habíamos estado sobre el lomo de uno de aquellos cetáceos que ahora nos saludaban con sus brincos, y que sin duda eran primos lejanos de aquella ballena de las mil y una noches.
Amenaza tormenta.
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1 comentario:

Raphael Souza dijo...

Greetings from Brazil, congratulations on the blog!

http://raphaelsouzza.blogspot.com/