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22 diciembre 2010

Ruvu


Ruvu es aspero, Ruvu es polvoriento, Ruvu es el centro de ninguna parte y el borde de la nada. Ruvu se te queda dentro y ya no quiere salir. Ruvu es árido, es duro, es sol y radiación brutal.

En Ruvu viven serpientes, hienas, y cuervos carroñeros,. En Ruvu no hay ningún arbusto que no dé una sombra famélica y que no tenga espinas, algunas capaces de pinchar las ruedas de un coche.

Ruvu es territorio masaai, de mirada desafiante, de cabeza altiva, de machete en la cintura, de corazón guerrero y leyes autóctonas, de abalorios infinitos, de respeto a los abuelos, de ritos, de movil Nokia y rolex de imitación, de burros y vacas y vacas y más vacas.

Ruvu es miseria y libertad, es tormenta de arena y árbol seco por el rayo.

Ruvu son niños de futuro incierto, es viento que dobla espaldas y enferma los ojos, es sal, y es estepa, es amplitud aplastada por el propio cielo.

Ruvu es un cocodrilo de piedra en la orilla del río Pangani, es una vieja que vende ungüentos en un chamizo de bambú. Ruvu son aldeas de barro desparramadas por la sabana, como las letras de su historia, escrita en un pergamino antiguo que sientes que nunca podrás leer porque se deshace al cogerlo con las manos.

Ruvu es una mamba negra y es un cachorrito tierno de león. Ruvu es auténtico, es noble, es la esencia pura de estas tierras, es lo que más recuerdas cuando estás lejos de allí.


Ruvu es la sencillez que nunca podrás comprender.

Boma masaai en Ruvu

01 septiembre 2010

Crónicas Tanzanas VI: Maziwe o la isla de Simbad.



Tierra a la vista.

Recuerdo que cuando era niño cayó en mis manos un libro de relatos infantiles del que solo tengo un vago, vaguísimo recuerdo. En aquel ejemplar aparecía una ilustración que a pesar de las décadas transcurridas, aún conservo perfectamente en la memoria. Este dibujo consistía en una caricatura de un hombre con aspecto juvenil y rostro de pánico, de pie sobre una pequeña superficie lisa, que flotaba en el mar.


El cuento era "Simbad el marino" y aquella cara de terror se debía al descubrimiento, que según cuenta el famoso libro de las mil y una noches, hizo su protagonista, al darse cuenta de que la superficie sobre la que permanecía no era una isla como él pensaba, sino el lomo de una ballena.

¿Será un espejismo?



¿Quién iba a pensar que aquella fantástica historia podría ocurrir (o casi) en la realidad?

La isla de Maziwe, frente a las costas de Pangani, es lo más parecido a la ballena de Simbad, o visto de otra manera menos romántica, la isla desierta por antonomasia.

Efectivamente, dos veces por día, cuando la marea desciende, una superficie blanca aparece en el horizonte, y una isla mágica y reluciente emerge en medio del océano. Como en el lomo de la ballena, en este trocito de tierra no hay nada, solo arena blanca, blanquísima, numerosas conchas y algunos restos de coral. El sol inunda todo y la claridad es cegadora, el baño en sus aguas turquesas es espectacular, y a pesar del calor, la sensación de estar en una maravilla de la naturaleza refresca la sensación de aislamiento y soledad de esta extraña y desierta lengua de arena.

Pangani city.
Para llegar hasta aquí nos embarcamos en el pequeño puerto de Pangani, la auténtica capital del coco. La ciudad conoció tiempos más boyantes cuando el comercio de esclavos era la actividad más rentable para los sultanes de Zanzibar. El río Pangani, del que la ciudad toma el nombre, (¿o será al revés?) desemboca en este lugar formando un estuario y un puerto natural, que servía de cabeza de puente para los barcos que navegaban entre el continente y las islas del Índico, donde la mercancía humana se subastaba en los mercados, para posteriormente ser revendida en ciudades árabes, asiáticas, europeas o americanas.

 En el muelle nos espera nuestro capitán, un auténtico lobo de mar, un chavalín de no más de 17 años, que nos llevará en su chalupa de madera cubierta por un toldo naranja, hasta nuestra famosa isla. Además del capitán hay otro tripulante que nos ayuda a subir a bordo por una tabla más estrecha que un palmo, mojada y escurridiza, mientras reparte sonrisas a diestro y siniestro a todos los que vamos embarcando.


Nada más sentarnos en el interior nos damos cuenta de que el barco es una auténtica patera, el fondo de madera está lleno de agujeros por los que el agua ha entrado formando un gran charco de agua negra en el que no nos atrevemos a meter los pies.

Puerto de Pangani.
Una vez acomodados zarpamos dejando atrás las enormes montoneras de cocos que se acumulan en los alrededores de los muelles, y nos vamos acercando a la desembocadura aprovechando la corriente del río, que nos lleva en un suave periplo hasta el mar abierto.

El trayecto hasta la isla dura una hora y media aproximadamente, pero a los diez minutos nuestro sonriente tripulante empieza a achicar agua del fondo con un cubo, por aquello de que no se note demasiado que el charco interior empieza a cubrir, no sea que nos fuéramos a preocupar un poco.

El día es magnífico pero la isla sigue sin verse. La proa apunta hacia el Este, y todos confiamos en el GPS interior que nuestro capitán sin duda ha de tener. Es una cuestión de fe. ¿Y si se han equivocado con el horario de la marea, y nuestra isla permanece aún hundida? No puede ser. Reconozco que algunas veces miro hacia los lados por si nos hemos "torcido" en el rumbo y nos estamos pasando de largo la isla. Supongo que serán las tonterías que piensa alguien que vive habitualmente a más de trescientos kilómetros de la costa más cercana.

El almirante.
Todas las dudas se esfuman cuando una línea blanca, borrosa y difuminada parece emerger muy lejos en el horizonte. Perfectamente podría ser un espejismo pero muy poco a poco la imagen se va clarificando. El asombro en la patera es general, y mientras nuestro amigo risueño continúa sacando cubos y cubos de agua, el resto del grupo nos frotamos los ojos para distinguir mejor aquella extraordinaria rareza.


Un rato después, nuestro capitán fondea junto a un arrecife muy cerca de "la costa", mientras nos ponemos gafas y aletas para echar un vistazo al fondo de las azules aguas de Maziwe. Los corales son de todas las formas posibles y los peces son multicolores, pero la corriente es fuerte y el susto mayúsculo cuando, al sacar la cabeza, un cagao en temas subacuáticos como el que esto escribe, se da cuenta de que el barco que hasta hacía un minuto se encontraba tan próximo, está ahora a más de cien metros de distancia. Como el miedo es libre y cada uno elige su camino me dirijo a tierra firme mientras el resto del grupo se deleita visitando los mundos de Nemo.

Al vuelo.

La blancura de la isla es tan intensa que apenas se pueden abrir los ojos. Algunos cangrejos se mueven por la orilla y tan solo las bandadas de pájaros rompen la monotonía. No hay absolutamente nada más que arena y conchas. Recojo también algunos trozos de coral rojo. De extremo a extremo no hay más de trescientos metros y el punto más alto sobresale a la altura de un primer piso. Desde allí puede verse que la forma de la isla se asemeja ligeramente a la de una media luna.

Nos damos un chapuzón todos juntos pero la marea empieza a subir y amenaza tormenta, es hora de abandonar aquel lugar. Volvemos todos a nuestro yate y mientras nos alejamos podemos ver como la isla empieza de nuevo a hundirse.

Un rato más tarde una gran sorpresa nos aguarda, una manada de delfines decide acompañarnos un tramo del camino de vuelta. Algunos de ellos hasta saltan fuera del agua haciendo piruetas, otros se acercan unas veces y se alejan otras, mientras el resto se sumerge para al momento volver a aparecer. Ya no se ve la isla. ¡Qué casualidad! Por un momento vuelvo a mi cuento de la infancia, y en medio del Océano Índico mezclo ballenas con delfines, sultanes con capitanes, pateras con galeones, a la vez que pienso que con toda seguridad, los cuentos y leyendas siempre tienen una base verdadera, y aquel lugar del que regresamos no podía ser otra cosa que la famosa isla de Simbad, y que habíamos estado sobre el lomo de uno de aquellos cetáceos que ahora nos saludaban con sus brincos, y que sin duda eran primos lejanos de aquella ballena de las mil y una noches.
Amenaza tormenta.
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21 enero 2010

Crónicas Tanzanas V: Babati. (1ª Parte). El dinero no lo compra todo.


El lago Manyara es visible camino de Babati

Decía Milan Kundera que el vértigo no es el miedo a la caída, ya que también en lo más alto de un mirador provisto de barandilla, podemos sentirlo. El vértigo significa que la profundidad nos atrae, nos seduce, y nos despierta el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.


Esta hubiera podido ser una crónica montañera, como su principio presagia, y como nuestras intenciones en aquel momento proponían, pero también en Tanzania el hombre propone, y los dioses (en este caso Morfeo) disponen.

El caso es que aquel día el despertar en Arusha fue muy duro (y sobre todo muy lento), y el primer autobús a Babati hacía ya rato que había salido, cuando los 4 llegamos a media mañana a la estación, con las mochilas cargadas con la ilusión de escalar otro volcán en Africa.

Hakuna matata! No problem! El optimismo local, tras meses de estancia en el país, nos había calado hondo, y pensamos que si el segundo autobús hace un viaje rápido, aun estamos a tiempo de hacer el trasbordo hacia Katesh, y al día siguiente comenzar la ascensión al Monte Hanang.

Tras 2 horas de viaje recorremos la asombrosa distancia de 80 km. Los autobuses a Babati son de la empresa "Mtei" y tienen unas ruedas enormes, ya que la mayoría del trayecto es por pistas de tierra. En descenso el vehículo alcanza los 90 o 100 km/h en punto muerto y bajando por gravedad, siempre tratando de coger inercia para que en la siguiente subida los pasajeros no tengan que bajarse a empujar.

Autobús saltarín
Cada cuesta arriba es una desesperación, el bus pasa de cuarta a tercera, luego a segunda, hasta que a 15 km/h al chofer no le queda más remedio que meter primera para poder terminar la pendiente.
La medida entre ejes es corta para la longitud del autobús, esto provoca que desde la rueda trasera hasta el final la distancia sea muy grande, y cuando se pisa un bache los ocupantes de las últimas filas salgan despedidos de sus asientos hacia el techo dando un bote enorme a pesar de sus esfuerzos por agarrarse.
Las primeras veces todo el mundo se troncha de risa con la gracia. Los de alante y los del medio miran para atrás cuando notan que la primera rueda pasa el boquete, anticipandose al salto que se avecina cuando pase la segunda rueda. El descojone de todos es general pero tras 4 horas de viaje os podeis imaginar las ganas de chiste que les quedaban a los pobres saltarines del fondo del autobús.

El calor aprieta y el polvo entra por todas partes. Vamos cruzando infinidad de aldeas de barro. La gente ocupa la carretera, unos caminan, otros van en burro, los niños salen del cole. En cada pueblo grande el autobús hace una parada y los vendedores ambulantes ofrecen su mercancía desde la calle. En medio del alboroto, levantan sus manos llenas de objetos hasta las ventanas. Tienen de todo: galletas, fruta, agua, cocacola, tarjetas de recarga de móvil, pilas, ¡un peine! una camiseta del barça, crema de manos, cepillos de dientes.
Mzikaki (brochetas) y Chipsi maiae
Delante de mí una señora pide por la ventanilla un chipsi maiae (tortilla de patatas fritas) a un vendedor de agua. El chico se apresura y sale corriendo hasta un puesto de comida callejera de la plaza, mientras los pasajeros van subiendo y bajando apretujados por el pasillo. El cocinero de la calle toma nota y comienza entonces batiendo los huevos. Casi todos los ocupantes del autobús están ya sentados y listos, cuando los huevos empiezan a chisporrotear en la sartén. La bocina pita indicando la inminente salida y arrancamos muy despacio entre la gente, el chico del agua recoge la tortilla caliente en una servilleta de papel y empieza a correr. La entrega del chipsi se produce ya en marcha saliendo de la estación y la devolución de las vueltas termina con el pobre vendedor totalmente asfixiado, y llegando ya a la carretera general.

En Tanzania algunas veces sube un promotor de cualquier cosa en cualquier pueblo, se sitúa en el pasillo y a modo de teletienda, en vivo y en directo, ofrece las ventajas de su catálogo de productos a la viajera concurrencia, que compra en masa hipnotizada todo lo que el promotor les oferta.

A pesar de lo ameno del viaje, estamos preocupados por el trasbordo. Está claro que ya no podremos viajar en autobús hasta Katesh, pero no dudamos que en cuanto bajemos en Babati, decenas de taxistas acudirán a nosotros, negociaremos, y aunque por un poco más de pasta de lo presupuestado, llegaremos casi de noche a nuestro destino.

Después de tanta subida a 15 por hora el paisaje cambia debido a la altitud, ya estamos llegando. El aire es fresco, está nublado y todo es verde alrededor. Babati está en una meseta donde la tierra es oscura y húmeda. El autobús entra en la población y se detiene en un descampado enorme que hace las veces de plaza del pueblo. Fin de trayecto. Desde la ventana ya podemos ver una veintena de taxis en el exterior. ¡Uf! ¡Menos mal! Hay donde elegir. La competencia hará incluso que podamos continuar por un precio no excesivo.
Estos si son problemas de transporte

Bajamos y nadie acude hasta nosotros. No nos atosigan ni acosan con preguntas... ¡Eh! ¡Qué estamos aquí...! ¡Somos turistas...! Nada...

Finalmente somos nosotros los que nos acercamos a los taxistas, que despreocupados, están de charleta y risas entre ellos, pasando de nuestra soberbia y sin hacernos ningún caso.

Habari! Queremos ir a Katesh. ¿Alguien puede llevarnos? Hay que decir que de Babati a Katesh hay 70 km, y llevar a 4 personas supondría una tarifa después de negociar de unos 60 o 70 dólares. Una pequeña fortuna para unas horas de trabajo.
Nadie se inmuta, estamos perplejos, tenemos que insistir varias veces, pero los taxistas parecen preferir su conversación y ni siquiera nos miran. Al cabo de un rato alguien se ofrece por ciento y pico dólares, pero saliendo al día siguiente porque hoy es ya muy tarde. Nos parece muy caro y además queremos llegar hoy, de otro modo no podríamos subir el Monte hasta pasado mañana, y nuestras vacaciones son sólo de 3 días. Otro chofer con bastante desgana baja un poco la oferta, pero siempre por encima de 100 dólares. Otro que va como una cuba dice que nos lleva por 50, este además si que es pesado y no se despega ni 20 cm de nuestras caras, además ni siquiera vemos que tenga coche... Empezamos a pensar en que nos tendremos que quedar en Babati. Cambiamos nuestra pregunta. ¿Alguien conoce un hostal por aquí cerca?

06 enero 2010

Crónicas Tanzanas V: Babati. (2ª Parte). Si pasas de ahí, mueres.


El Monte Hanang desde el Lago de Babati

Una vez dormidos, y desayunados, y aún asimilando que el objetivo del viaje era definitivamente inalcanzable, decidimos dar un paseo por la encantadora ciudad de Babati.
Rodeados de verdor y humedad emprendemos camino para llegar hasta donde nos han dicho que unos "mzungus" (hombres blancos) construyeron hace años una planta de gas ecológica, que todavía hoy funciona y además proporciona electricidad y permite cocinar a unos pocos vecinos de las afueras del pueblo.

La planta está a unos 6 o 7 km , de manera que el camino se hace pesado a ratos cuando el calor empieza a apretar.

Una vez en el lugar, enseguida apreciamos que tiene todo el aspecto de una granja. El "encargado" nos confirma que efectivamente  así es, y nos conduce por los corrales y establos, enseñándonos todos los rincones de aquel sitio hasta llegar a un recinto compartimentado donde unas pocas vacas (cuatro) rumian relajadas mientras nos miran con indiferencia.
Las vacas son suizas, como la de Milka pero no en morado claro, sino en blanco y negro. Nos dicen que las trajeron también los mzungus.
Los excrementos de las vacas, nos explica el encargado, van a parar a una especie de canales que desembocan en un gran depósito, donde son mezclados con agua que sale de una manguera. Mientras nos hace una demostración del proceso podemos ver como se hunde hasta las rodillas en un charco de mierda, para después remangarse hasta los codos y hacer una mezcla en directo para que no perdamos detalle de la metodología de producción de la planta.

 Vacas suizas vs vacas maasai
Una vez bien removida la materia prima, nuestro hombre la mete por un agujero en un tanque subterráneo del que sale una pequeña manguerita del ancho de un dedo, y por la que se ven manar unas burbujitas de metano, producto de la descomposición de la materia orgánica contenida en los desechos de las vacas suizas de Babati.

Es decir, la famosa planta ecológica de gas era en realidad "una fábrica de pedos".

Alucinados con la visita, continuamos al interior de la casa siguiendo el recorrido de la manguerita. que al entrar se dividía en 2 ramales. Una vez dentro el dueño nos encendió la luz del salón, que resultó ser una lampara de gas conectado al tubo de goma, pero que por el olor que desprendía fruto de la mala combustión parecía estar conectado directamente al culo de la vaca. El otro ramal llegaba hasta la cocina, donde una cacerola humeaba, y donde supusimos se cocían unas judías al metano, o un arroz al cuesco.


Durante la, a pesar de todo, encantadora visita a la planta de gas, hacemos unos cuantos amigos entre los vecinos de los alrededores, que amablemente nos acompañan hasta una colina cercana, desde donde agotados podemos contemplar toda la ciudad de Babati y su precioso lago, donde según cuentan habitan numerosos hipopótamos.
Decidimos que después de comer nos acercaríamos a la orilla en busca de la oportunidad de verlos.


Tras el paréntesis culinario y aún con la manos pringadas de los deliciosos mangos del postre, llegamos al Lago de Babati. Allí charlamos con 2 pescadores  ya en el borde del agua. Ellos nos llevarán en sus canoas hasta el lugar donde viven los hipopótamos.

Hipopótamo en Manyara
El hipopótamo es el animal que más personas mata en Africa. A pesar de ser herbívoro,  es profundamente territorial y no tolera ninguna intromisión en su hábitat. Sus más de 3000 kilos, unidos a su agresividad, sus colmillos, y al hecho de poseer una boca capaz de tragarse a  una persona entera, hacen de él un ser temido por la gente en general y por los pescadores en particular, ya que en ocasiones comparten con ellos su lugar de trabajo.


Las embarcaciones de nuestros pescadores consisten en un tronco cortado por la mitad y vaciado por dentro. Un sólo remo es suficiente para impulsarnos entre las aguas claras y someras, llenas de vegetación de ribera, juncos, y arbustos cuyas raices se entrelazan a veces por debajo del casco de nuestros botes.

A pesar de que nuestros pescadores insisten en contarnos que los hipopótamos son abundantes en el lago, en esta ocasión parece que aún no han despertado de su siesta habitual, y no encontramos ninguno en el lugar esperado.
Buscamos en otro sitio donde suelen estar, para ello atravesamos zonas llenas de pájaros diversos: garcillas, cormoranes, algún águila pescadora, e incluso garzas reales. El lugar rebosa vida, los sonidos son innumerables y la brisa es fresca. El entorno es magnífico. Cada poco tiempo  tropezamos con alguna red de pesca, y nuestros guías aprovechan para rebuscar por si ha picado algo. No pasa mucho tiempo hasta que enredada en la malla aparece la primera tilapia, un pez de tamaño mediano fundamental en la dieta de muchos tanzanos, y habitual en los numerosos lagos de agua dulce del país.

Llegamos a un claro en la vegetación cuando los remeros piden silencio, parece que han oído el resoplido de un hipopótamo. Este sonido característico es muy parecido al de una ballena cuando asoma el lomo y expulsa algo similar a un pequeño geyser fuera del agua. Todos nos callamos de inmediato. Prestamos la máxima atención. El tiempo se detiene. Observamos todo con mil ojos, y sólo se oyen los leves sonidos del remo al entrar en contacto suave con el agua tranquila del lago. Nuestra piragua se acerca un poco más entre la vegetación hacia los densos cañaverales.

No te menées que volcamos o yate de lujo en Babati. Foto by Marta Nieto.
Si pasas de ahí, mueres, nos dice el remero de la otra embarcación. Sigue sin oirse nada. Nuestro pescador golpea el casco de la canoa con el remo a modo de tam tam, para tratar de llamar la atención, pero nada nuevo ocurre. Seguimos esperando detenidos, con los ojos fijos en la profundidad de los juncos.


La canoa se acerca 2 o 3 metros más, nos empuja una mezcla de curiosidad, miedo, inconsciencia, el vértigo del que hablaba Milan Kundera. ¿Por qué seguir si podemos dar la vuelta? ¿Por qué el abismo nos atrae? Estamos al borde de la linea que según los pescadores, si traspasas puedes morir.
La tensión es máxima, solo se oye el repetido golpeteo hueco del remo en la madera. Toc, toc, toc, toc. Cualquier pájaro nos sobresalta. La inercia, el viento o la corriente, nos empujan un metro o 2 más adelante. El pescador de la otra canoa nos vuelve a advertir: "¡No entreis más!" Miramos a la cara de nuestro remero esperando una reacción que no llega. La alerta nos hace volver a mirar la espesura.

Ambos remeros esperan una buena propina por sus servicios. Si los hipos no aparecen sospechan que la recompensa será menor. Pensamos que esto es lo que está ocurriendo, y por eso el riesgo está siendo mayor.
Alguien en ese momento dice, "Ok, let´s go, vámonos"


En el camino de vuelta volvemos a rebuscar entre las redes que vamos encontrando. Un par de tilapias más aumentan la cosecha de pescado. Una vez pasados los momentos de tensión y emoción, continuamos el camino ya en aguas abiertas, entre risas y anécdotas de la situación vivida.

¿Donde estarán los hipos?

El lago está más bonito aún si cabe al atardecer. la luz naranja primero, y violácea después, muestran un paisaje espléndido. El Monte Hanang, nuestro objetivo primitivo, se ve inmenso en el horizonte, los sonidos del lago se multiplican, los colores también. La gente redobla su actividad en las orillas,  y a esta hora el trajín de caminos y mercados llega filtrado hasta nuestras canoas.
Ya cerca del punto de partida nuestros pescadores nos llevan  en busca de la última red, a un nuevo y estrecho canal otra vez rodeados de vegetación. Entre las mallas otro pez parece haber picado...
La decepción y la risa surgen simultáneas en nuestro barco cuando vemos que lo que hay en la red es un pájaro esmirriado cuyo aspecto es todavía más lamentable al tener las plumas empapadas y toda la pinta de llevar muerto unos cuantos días.
¿Cómo puede picar un pájaro en una red subacuática? Misterios de África...

Súbitamente un resoplido se oye entre los juncos. Bbrrrrffff... Esta vez todos lo hemos oido. Las risas cesan inmediatamente. No vemos de donde ha salido. Nuestros guías agudizan el oído. Nada ocurre.

Agudizan también la vista, el olfato, y sobre todo el brazo que mueve el remo por si hay que salir corriendo. En unos segundos un nuevo resoplido. Bbrrrrrrrffff.  Esta vez hemos visto salir el chorro de agua vaporizada entre la vegetación. El hipopótamo parece haberse hundido. Volvemos a respirar. Esperamos unos segundos y el pescador golpea de nuevo el casco con el remo, toc, toc, pero mucho más suavemente que antes. Esta vez el animal responde, ffffrrrrsss, un nuevo resoplido y la cabeza asoma del fondo del lago. Están a unos 50 metros. La distancia nos parece suficiente para huir, pero por la cara que ponen nuestros guías creemos que debemos estar bastante cerca del límite. ¿Y si ademas hubiera otros escondidos más cerca?
Un cuarto resoplido nos parece suficiente y salimos pitando de allí. Remamos a toda pastilla, sin mirar atrás e incluso ayudamos con nuestras manos para sumar más fuerza al impulso. Tumbados en la proa a veces quitamos ramas que entorpecen el avance. Nos vamos con toda la energía que podemos y salimos de nuevo a las aguas profundas.

Tilapia fresquita
Unas horas después, mientras comentábamos como habíamos podido pasar de ir a subir un volcán a terminar pescando hipopótamos, degustábamos exquisita tilapia a la brasa en la cálida noche de Babati. Somos 4 y sólo había 3 peces. ¿Alguien se estará comiendo el pájaro? No parece. Estamos seguros de ello porque hemos visto a uno de los pescadores con su bici en el pueblo, en un puesto del mercado comprando pescado. Aquí los pescadores no son como los de antes.

Y como en los tebeos de Astérix que siempre terminan con una gran cena tras la pequeña gran aventura, en aquel momento nuestra tilapia sustituía al tradicional jabalí asado, pero la hoguera, el cariño, la atmósfera, y la magia que se respiraba aquella noche en aquel rincón perdido de Africa no tenía nada que envidiar a la que respiraban hace 2000 años los  famosos e irreductibles galos.